domingo, 23 de octubre de 2011

A esta altura de mi vida no busco un gran amor, lo que necesito es un buen amor




Aprender Amar

Así como aprendemos finanzas, literatura, ciencia, debemos APRENDER AMAR, nadie nos enseña, no hay una asignatura en la escuela que nos enseñen qué es el amor , cuáles deberían ser los parámetros a seguir, si bien es cierto de nuestros padres recibimos amor, pero es un amor con apego(necesario cuando uno es infante), y el buen amor adulto debe ser lo contrario, con desapego, pero ellos tampoco lo aprendieron, tanto es así que el índice de divorcios en los últimos tiempos han aumentado de manera descomunal(M.Helena Bonilla).

Me he topado con un libro que se titula El Buen Amor- autor Sergio Sinay, considero que marca unas ideas claras y breves de lo que es amar, voy a transcribir brevemente las partes centrales de cada capítulo:


Hay una persona con la que cada uno de nosotros vivirá durante todo el tiempo que dure su existencia: consigo mismo.

Cuando empiezo a hacerme preguntas sobre mí, comienzo a conocerme, crece mi autoridad acerca de esta persona que soy y aparezco ante los demás con mayor certeza.

Hablar de los propios sentimientos, pensamientos, deseos es asumir la primera persona. Lo usual es hablar de formas como tú, la gente, se, hay, etc., palabras que acaban por construir diálogos llenos de sombras y carencias, si el yo ismo eso que nos prohibieron desde niños arrebatándonos del contacto con nosotros mismos, es una forma de egoísmo.

El egoísmo no es per se una blasfemia, el problema con el egoísmo comienza cuando se transforma en egolatría, en una adoración excluyente de mí mismo por encima, a pesar y en contra de los demás. Cuando ser yo con los otros, entre los otros, junto a los otros, paso a ser yo sin los otros.

Cuando digo yo amo, el amor deja de ser una abstracción, algo que existe solo, una cosa que les pasa a las personas, la quimera que uno busca. Se encarna en mí, me convierto en amante y soy el protagonista de mi amor.

Dos que no empiezan por ser yo, jamás podrán convertirse en nosotros.

El buen amor es posible a partir de dos que se aman, ante todo, en primera persona del singular.

Nacemos y morimos solos. La absoluta soledad en la que nazco y en la que muero carga de significado y de valor mi existencia al convertirme en un ser único, irremplazable e irrepetible. Quien quiera reemplazarme en mi vida debería ser capaz de un imposible: reemplazarme en mi nacimiento y en mi muerte.

Así como el nacer o morir con otro escapa a la posibilidad de la experiencia, resulta dolorosamente inimaginable la idea de vivir sin otro.
Nacemos solos y morimos solos, pero el tránsito entre ambos puntos del trayecto existencial trasciende en la búsqueda del otro y en la consagración del encuentro.

El buen amor es posible cuando cada uno de dos que son únicos, singulares, irremplazables e irrepetibles en sus historias, en sus orígenes y en sus destinos pueden reconocer en el Otro la condición imprescindible de su amor y pueden presentarse ante el como Otro. Entonces el verbo amar puede conjugarse- gracias al encuentro- en primera persona del plural.

Hay una creencia profunda arraigada en nuestra educación amorosa que ha dejado una estela de víctimas entre los hombres y las mujeres que somos. Es la creencia del alma gemela, según ella una réplica de mis sentimientos, aspiraciones, sueños, gustos. Algún día nuestros caminos se cruzaran, basta una mirada, una palabra, una actitud o un gesto para que nos reconozcamos. Es curioso, la ilusión del alma gemela infravalora de forma automática lo más precioso que hay en mí: mi singularidad. Y convierte a la experiencia amorosa en una vivencia pobre, simple, desnutrida, alejada del descubrimiento y del conocimiento. Si existiese ese clon psicológico y espiritual de mí, la palabra yo perdería profundidad, volumen y significado. Extraviaría ese maravilloso don por el cual al pronunciarla, en el eco se escucha tú.

La creencia en el alma gemela anula la noción de lo diferente. Y en mi opinión, son las diferencias las que pueden generar, mantener y nutrir a un amor fecundo, sanador, creativo, reparador e iluminador.

El buen amor es posible cuando nace respetando las diferencias que cada uno de los amados amantes aporta para su existencia y cuando hace de la integración de estas diversidades una cuestión de principios innegociables e irrevocable.

Aceptar que las diferencias nos convierten en sujetos amorosos y que ellas son oxigeno que nutre el espacio de nuestro amor, no son razones válidas para intentar registrar y detectar todas y cada una de ellas. Esta pretensión conspirara, probablemente, contra la consolidación amorosa.

El otro, por serlo, no solo resulta distinto. Además es misterioso. Hay una frase vieja y sabia dice que “hay razones que la razón no comprende”: no solo no las comprende, tampoco alcanza siquiera a detectarlas. Hay aspectos de cada persona que constituyen la materia prima más insondable, preciosa e intransferible de su alma.

El buen amor requiere de la presencia y del reconocimiento de los misterios que forman parte de nuestro ser. Esos misterios afloran en su profundad cuando, reconociéndonos como un yo y un tu distintos, permitirnos que nuestras diferencias nos unan hasta llevarnos al límite mismo de nuestras zonas más esenciales y sagradas. Es en la manifestación de nuestros misterios en donde cada uno de nosotros, los amados, los amantes, aparece en su dimensión más completa.

Aceptación: sólo puede haber aceptación allí donde las diferencias son reconocidas celebradas y tomadas como la semilla fundacional del encuentro. La aceptación es un ejercicio de desprendimiento y desapego.

Son muchas las razones por las cuales una relación de amor puede inciarse. Si se prolonga en el tiempo, aumentan las oportunidades y las posibilidades de que se asiente en las diferencias, de que yo y mi amada podamos desarrollarnos el uno ante los ojos del otro en todas las dimensiones de nuestro ser. Eso incluye lo que somos y lo que no somos, lo que sabemos y podemos explicar de nosotros y lo que cada uno ignora de si mismo.

La aceptación necesita de la buena fe. Cuando acepto a la persona que amo doy por sentado que nada de lo que ella hace y deja de hacer, de lo que dice o deja de decir, de lo que siente o deja de sentir, de lo que piensa o deja de pensar, nada de eso se basa en la especulación, ni en el intento de dañarme, ni de manipularme conscientemente mis sentimientos o de mi disponibilidad afectiva, ni en la ocultación. Puede dañarme, pero creo que no es su deseo. Puedo no entenderla, pero sé que no especula conmigo. Parto de la creencia en su buena fe (la misma con que afronto mi amor hacia ella) y hago de eso una cuestión de principios.

El buen amor envuelve, nutre, sana y fortalece a los que se aman cuando en cada uno de ellos está hecha carne la aceptación del OTRO como alguien perfecto en sus imperfecciones, completo en sus carencias, presente en sus ausencias, comprensible en lo que tiene de inexplicable. La aceptación me libera de la tentación de cambiar al OTRO y me hace libre también del peligro de ser forzado a cambiar para convertirme en quien no soy. La aceptación, como condición del bueno amor, bendice el encuentro entre dos que cruzan sus vidas para generar un vínculo único y sagrado desde sus bienaventuradas singularidades.

Entre los mitos amorosos que más sufrimiento han producido entre amantes pasados y presentes se encuentra el del amor a primera vista. Esa promesa instalada alguna vez según la cual alguien aparecerá en un momento y yo sabré que esa persona es el sujeto de mi amor. Lo sabré en el acto, captare las señales, inmediatamente tendré el conocimiento. Este mito violenta la existencia del tiempo. Todo ocurre en el momento, sin procesos, sin transcursos: simplemente es. Magia.

¿Pero qué amor es el amor que no se desarrolla?, que no parte de una semilla, que no pasa por un crecimiento, que no atraviesa luces y sombras, otoños y primaveras?

El mito promete la desaparición del tiempo en el que el amor se conjuga. Promete amores inmediatos y totales. Fast love. La pretensión de eliminar el tiempo como un obstáculo molesto ya ha producido comida rápida, ropa, coches, libros, ordenadores.

Si no puedo desarrollar mi amor en el tiempo o si quedo atrapado con mi amante en un tiempo inmóvil ¿cómo podremos conocernos, mirarnos y aprendernos como diferentes, celebrar nuestros misterios a medida que se manifiestan, vernos evolucionar, adaptarnos, aceptarnos, redescubrirnos y volvernos a elegir?

El amor que no tiene tiempo, tampoco tiene espacio. Cuanto menor es el tiempo de que dispongo, tanto más breve será mi recorrido.

Construir el edificio, transformar el enamoramiento en amor, es un proceso que necesita tiempo.

No empiezo enamorándome de la persona a la que amo. Termino enamorándome de ella al cabo de un proceso en el que nos hemos visto como distintos, he conocido y he sido conocido, he aceptado y he sido aceptado. Para cumplir la parábola que me lleva del enamoramiento o de la pasión al amor, necesito tiempo. Ese trayecto se cumplirá en la medida en que ambos permanezcamos allí para transitarlo. Es un tránsito que se desarrolla en el tiempo. Llegaré a amar a mi amada caminando hacia ella por el camino del tiempo.

El tiempo es la condición del buen amor que hace posible sembrar, germinar y cosechar actitudes y sentimientos. Cuando actúa como condición del buen amor, el tiempo nutre y libera, da oxígeno, horizonte y esperanza. Cuando los que se aman comparten una relación de buen amor, el tiempo es libertad.

¿Qué buscamos cuando nos internamos en rastreos afectivos? Hay tantas respuestas como personas, seguridad, ternura, compañía, protección, admiración, certeza, calor, diversión, pasión, apoyo, armonía, paz, la lista puede tornarse infinita. Y también puede caber en una palabra: FELICIDAD. NADA MÁS Y NADA MENOS.

La Felicidad tendrá una cara, un cuerpo, un nombre. Alguien será motivo, origen y destino, fuente y receptáculo amoroso.

La búsqueda amorosa. Una curiosa, constante experiencia humana que demanda energía, consume sueños, alimenta desencantos, fomenta ilusiones, impulsa audacias, motiva frustraciones, alienta expectativas. Todo lo que necesitas es alguien a quien amar, dicen las canciones, los poemas, ciertos gurús. Tus heridas sanaran cuando alguien te ame, auguran. Y allí vamos buscando. Buscando para encontrar.

Cuando me obligo a una búsqueda afectiva, impulsado por creencias, por presiones externas, por expectativas ajenas, por temores propios, estoy condenado a encontrar. Desde el punto de vista pragmático, mi experiencia habría sido exitosa, aunque probablemente haya olvidado mirar al otro y mi búsqueda se convierta en un círculo perfecto y riesgoso. Como el sediento en el desierto, puede ser que haya encontrado un espejismo, apenas el reflejo distorsionado de mis ansias.

Suele ocurrir que la búsqueda más fecunda, la que culmina en el encuentro con un sujeto amoroso, es la que no se emprende. O, mejor, la que no se advierte. Cuando más intensa, profunda y sincera es mi exploración interior, cuando más comprometido y honesto resulta el encuentro que soy capaz de sostener con mi propia identidad, más afinados están mi atención, mi intuición y los recursos de mi inteligencia y de mi espíritu para conducirme a un encuentro con otra persona.

Una búsqueda sin encuentro, para muchos terminan por convertirse en mecanismos de repetición. Son búsquedas en serie. Una vez producido el aparente encuentro, la persona-objeto encontrada no tarda en perder su significado e inmediatamente surge la necesidad de apartarse de ella y volver a buscar. Abandono o soy abandonado. Con frecuencia estas son dos caras de un mismo mecanismo, el que me reinstala en el ejercicio de la búsqueda.

Frente a esto aparecen los encuentros sin búsqueda. Suelen ocurrir cuando estoy transitando un momento de armonía, de equilibrio íntimo, cuando me siento en paz con mis recursos y con mis limitaciones, cuando hago de ellos el capital con el que construyo el tramo presente de mi existencia. En estas circunstancias mi capacidad de atención y de registro se hace más precisa, más fina, más sensible.

Como condición del buen amor, el encuentro es un punto de coincidencia único y no predeterminado en la trayectoria que sus protagonistas transitan en la vida. El encuentro en el que se plasma un amor sanador no nace de una obsesión, no es hijo de la ansiedad, no proviene de la impaciencia, no es un disfraz del miedo a caminar solo. Se trata del fruto maduro del tiempo, de la aceptación del compromiso con el propio ser en el aquí y en el ahora. Los que se encuentran en un único tiempo y lugar posible no por fruto del azar ni de la estrategia, sino de sus propias transformaciones y aceptaciones.

Responsabilidad: si afinas el oído habrás escuchado frases como: me hizo muy infeliz, me ha hecho la vida imposible, abuso de mi amor, mi destino es sufrir. Se ha aprovechado de mi ingenuidad, me engaño desde el principio, esto me ha pasado por fiarme demasiado, estoy atrapado por la mala suerte, etc. Nuestra cultura amorosa esta teñida por la idea de que el amor y el destino van de la mano. En realidad la vida y el destino están hermanados, pero según creo por razones opuestas a las que solemos esgrimir.

La definición especifica de responsabilidad está en los diccionarios y parte de su etimología: “Capacidad de todo sujeto de conocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente”

Como condición del buen amor, la responsabilidad es el oxígeno que alimenta el torrente emocional y afectivo de los que se aman, airea sus espacios, discrimina sus identidades, enriquece su diversidad y aligera su equipaje permitiendo valorar y cuidar lo esencial. La responsabilidad elimina el riesgo de que alguien crea que el otro pueda ser por él y para él, evapora la peligrosa ilusión de que hay una muleta humana y de que la otra persona, se m e ama, cumplirá esa función para mí. La responsabilidad conecta a cada uno con la totalidad de sí mismo (con lo que tiene y con lo que no, con sus aspectos opuestos y disimiles, con sus potencialidades e impotencias) y le permite, enraizado en esa certeza, hacerse cargo de sus actos, palabras y pensamientos, responder por ellos, estar presente ante el amado de pie, sin manipulaciones, sin sometimientos ni ocultamientos. La responsabilidad es, en fin, la capacidad de hacerse cargo de la propia vida, y por lo tanto de la propia participación y permanencia en un vínculo de amor.

Si pienso que mi felicidad empieza cuando encuentro a otra persona, mi única búsqueda tendrá como fin ese encuentro. Ese alguien pasará a ser lo más importante, ya sea para capturarlo o para conservarlo. Mientras tanto, mis demás necesidades quedaran en el fondo del escenario. Lo que yo haga por mi felicidad a partir de mis recursos y posibilidades y con respeto y atención hacia los otros, puede contagiar a alguien. Pero lo que yo haga para lo que imagino que es la supuesta felicidad de otro, no se transformará necesariamente en un estado que me incluya.

La compañía no es, según mi visión, el punto final de una búsqueda amorosa. Por el contrario, la compañía es el inicio, la consolidación, la transformación y la condición de desarrollo de una experiencia amorosa plena y profunda.

Cuando me preocupo por encontrar quien me acompañe antes de saber hacia dónde voy corro el riesgo de quien debería ser mi acompañante se convierta en mi carcelero, en mi obstáculo, en mi lastre, en mi culpador, en mi juez. Y es posible que nada de eso se deba a su voluntad ni a su mala intención, sino a mi propia actitud de no haber visto el camino ni haber registrado la dirección antes de dar prioridad a la compañía. Antes de elegir un bastón para caminar debo prestar atención al camino y a mis propias piernas, sin estos dos elementos no habrá marcha posible.

Fuente: Texto El Buen Amor Sergio Sinay
Resumen y Comentario: Maria Helena Bonilla

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